NOTA PREVIA
No es raro que, desde el campo religioso, los planteamientos no-duales sean apresuradamente descalificados y acusados de “panteístas”, “gnósticos”, “pelagianos”… y hasta de “moda New Age”.
Lo único que ocurre, en realidad, es que, una vez más, se descalifica lo diferente, porque no se está dispuesto a poner en cuestión los propios presupuestos. En este caso, desde la mente dual se descalifica la sabiduría no-dual.
Es comprensible que quien se halla identificado con el modelo dual de cognición –y ha tomado como “definitivo” el modo mental de acercarse a la realidad- se resista a ver las cosas de otra manera. Puede temer que sus seguridades adquiridas se tambaleen. Por lo que, en un instintivo mecanismo de defensa, recurre a tópicos y “etiquetas” que, desechando lo nuevo, le reafirman en la “verdad” y la “bondad” de su propio planteamiento.
Este modo de hacer puede acecharnos a todos los humanos, en un intento inconsciente de sostener nuestra precaria sensación de seguridad. Pero, en el campo religioso, llega a adquirir ribetes más agudos e intransigentes, por la sencilla razón de que la persona religiosa ha llegado a identificar lo que es su modo de ver con “la verdad” divina. La conclusión es clara: el planteamiento diferente no se verá sólo como discrepante y “amenazador” para la propia seguridad, sino directamente como “herético”. Un nuevo sambenito que, como las etiquetas anteriores, viene a jugar a favor de la propia necesidad de seguridad.
Pero las cosas no son tan simples. Lo que está en juego es algo mucho más profundo que una “moda” pasajera. El núcleo de la cuestión que, con frecuencia, no llega a ser visto por quienes descalifican, toca nada menos que la naturaleza misma del conocer. ¿Qué es el “conocer”?, ¿cómo conocemos?... Son cuestiones tan decisivas que no es extraño que muchas personas se sientan removidas y, desde ahí, descalifiquen a quien las plantea.
Porque, en efecto, lo que late en el fondo de todo este asunto es un problema epistemológico: el conocimiento no se reduce a los estrechos límites de una mente divisora y separadora. Cuando ha ocurrido esto, la realidad se ha fraccionado: todo aparecía dualísticamente dividido. Pero la realidad no está dividida; es la razón la que nos ha engañado.
A partir de ese “engaño” inicial, se ha construido una filosofía y una teología que han dado por válida y “definitiva” su propia visión de lo real. Pues bien, lo que hemos venido a constatar es que una tal filosofía y teología, aparte de generar un sinfín de pseudo-problemas, abocan al nihilismo y al ateísmo, porque su propio presupuesto dual las ha llevado a tratar al Ser y a Dios como si fueran “objetos mentales”.
Lo que todo eso revela, en último término, es el agotamiento del modelo dual (mental) de conocer. Y, simultáneamente, se nos empieza a mostrar la sabiduría luminosa de la no-dualidad.
La perspectiva no-dual, que viene de la mano de una “expansión” de la conciencia, va a modificar radicalmente nuestro modo de conocer –porque es el modelo mismo el que se sustituye-, enriqueciéndolo hasta límites antes insospechados y sacándonos del atolladero en el que la mente divisora nos había introducido.
No se trata, pues, de una “moda” ni de una “herejía”, sino de una alternativa sabia que, cada vez con mayor fuerza y luminosidad, se va abriendo camino entre nosotros –las ciencias cognitivas se están haciendo progresivamente no-duales- y que puede conducirnos a una comprensión más ajustada de lo real y a una vivencia eficaz de la unidad.
No se trata tampoco –en contra de lo que dicen algunos de quienes descalifican este planteamiento- de un retroceso a lo “pre-racional”, al gusto de algunas corrientes de la Nueva Era, sino justamente de todo lo contrario. Es un modo de conocer que, asumiendo e integrando lo racional y el espíritu “crítico” de la Modernidad, como una “conquista” definitiva de la humanidad, sin embargo lo trasciende. La perspectiva no-dual no es, ciertamente, pre-racional, sino trans-racional y, por ello mismo, transmental, transegoica y transpersonal.
Por eso, lo que de aquí se deriva afecta a la raíz misma de la filosofía y de la teología convencional. No es extraño que se perciba como una conmoción. Porque, al cuestionar el modelo de conocer, todo sin excepción se ve afectado y exige una “reformulación”. Y esto es lo que explica la crisis última de la filosofía y de la teología (y, por tanto, de la religión, como he tratado de explicar en el libro “La botella en el océano”). Pero aferrarse a aquellas formulaciones tradicionales (duales, mentales) no sólo no es garantía de una mayor fidelidad al contenido, sino que puede ser incluso un modo de suicidio intelectual, al estancarse en un modelo de cognición que va camino de su final.
No es cuestión, por tanto, de colocar etiquetas, en un mecanismo defensivo de autoprotección, sino de cuestionarnos, con rigor y honestidad, por nuestro propio modo de conocer, sin reducirnos a ser mera repetición mecánica de lo recibido. El camino honesto no pasa por la descalificación, sino por el estudio y por experimentar que somos más que nuestra mente.De cara a ese cuestionamiento serio, riguroso y honrado, libros como los de Mónica Cavallé, doctora en filosofía y asesora filosófica, constituyen un servicio impagable. Gracias a ellos, no sólo recuperamos la intuición más auténtica de la filosofía (y teología), entendida precisamente como sabiduría, sino que logramos plantearnos en profundidad en qué cosiste el conocer humano, superando la estrechez reductora y empobrecedora a la que nos condujo el modelo dualista.
Hace unas semanas, recomendaba un libro suyo, uno de los mejores que he leído en muchos años: La sabiduría de la no-dualidad. Una reflexión comparada entre Nisargadatta y Heidegger (puede verse el comentario en:
Hoy quiero presentar este otro de la misma autora que, a la lucidez y sabiduría del primero, añade una mayor sencillez, que hace la lectura más fácil. Mientras el primero se enmarcaba en una reflexión filosófica de altura, al tener que confrontar el pensamiento de dos sabios, como Nisargadatta y Heidegger, en éste busca transmitir la misma sabiduría, en un modo accesible a cualquier lector.
Este resumen –y, en gran parte, extracto- pretende invitar y alentar a la lectura pausada del libro, entrando en diálogo con él, dejándose interpelar y acogiendo los “ecos” –sin duda abundantes y profundos- que en uno mismo llegue a despertar. No tengo duda: quien se acerque así a esta obra saldrá enriquecido y transformado.
Empecemos, pues, por la referencia completa y el índice de este nuevo libro.
_________________________________________________________________________________________
_________________________________________________________________________________________
Mónica CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Martínez Roca, Barcelona 2006, 284 pags., 6 €.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE: LA SABIDURÍA SILENCIADA
- Acerca de la utilidad de la filosofía
1.1. ¿Es útil la filosofía?
1.2. Lo que promete la filosofía
1.3. Las necesidades del ser y del estar
1.4. Filosofía del ser y del estar
- La filosofía como terapia
2.1. Explicación: la filosofía explica
2.2. Descripción: la ciencia describe
2.3. Conocimiento y transformación: la sabiduría nos transforma
- El eclipse de la sabiduría en Occidente
3.1. ¿Dónde están los sabios en nuestra cultura?
3.2. ¿Por qué se produjo el divorcio entre filosofía y religión?
3.3. La sabiduría es la filosofía imperecedera
SEGUNDA PARTE: LA FILOSOFÍA PERENNE. CLAVES PARA LA TRANSFORMACIÓN
- El Tao: La fuente y el curso de la Vida
1.1. El Tao visible o el rostro del Tao
1.2. El Tao oculto
1.3. La Vida
1.4. Qué significa “vivir conforme a la Naturaleza”
- Conócete a ti mismo
2.1. ¿Quiénes somos? ¿Quién soy yo?
2.2. La elocuencia del Tao
2.3. La Fuente de la confianza
2.4. Obstáculos para la auto-confianza
- Filosofía para durmientes. Filosofía para el despertar
3.1. ¿Habitamos un mismo mundo, o hay un mundo para cada cual?
3.2. Más allá del pensamiento condicionado: la visión
3.3. El Testigo
3.4. Veracidad
- Recobrar la inocencia
4.1. El gozo de ser
4.2. Ahora
4.3. Libertad
4.4. Aceptación
4.5. El camello, el león y el niño: las tres transformaciones del espíritu
- La armonía invisible
5.1. El juego de los opuestos
5.2. La mano que sostiene el péndulo
5.3. Ser perfecto es ser completo
_________________________________________________________________________________________
_________________________________________________________________________________________
Si tuviera que expresar con la mayor brevedad el interés de este libro, diría que, gracias a él, se comprende y se puede vivir la filosofía como sabiduría capaz de transformar nuestra vida, nuestra comprensión y nuestro actuar. Por esa misma razón, a la vez que es una herramienta de transformación, nos ofrece recursos para comprender, tanto el agotamiento al que ha llegado la filosofía occidental –en forma de nihilismo-, como el modo de superarlo a través del conocimiento no-dual.
El observador perspicaz del momento que nos toca vivir advierte cómo, cada vez más, las ciencias cognitivas van constatando el final del modelo mental, dualista o cartesiano de cognición, en el que el conocer se había reducido a la razón dual, y empiezan a operar en un modelo transpersonal o no-dual, que hace más justicia a lo real y, por ello mismo, resulta integrador y transformador.
Punto de partida: el problema básico
Pues bien, el libro que presento toma como punto de partida el problema básico de la filosofía [y yo añado: de la teología]: la desconexión entre conocimiento y transformación propia. Sin embargo, la auténtica filosofía (sabiduría) es un conocimiento indisociable de la experiencia cotidiana y la transforma de raíz, un camino de liberación interior.
¿No es ése precisamente el motivo del descrédito de la filosofía, que es considerada por muchos como algo inútil? ¿No tiene mucho que ver la propia filosofía con el vacío actual de nuestra cultura?
La respuesta parece obvia: una filosofía que no tenga un potencial transformador y liberador, ni es buena filosofía, ni puede suscitar ningún interés real.
Mónica Cavallé hace ver la diferencia entre la filosofía como sabiduría y la filosofía convencional, que se ha reducido a un mero saber especulativo. Lo expresa de este modo:
- El sabio desnuda la verdad; el filósofo sin sabiduría la recubre, la empapela con palabras.
- El sabio dice lo más profundo del modo más sencillo; el filósofo sin sabiduría dice lo más simple del modo más complejo posible.
- El sabio nos deja con los pies y el corazón calientes y con la cabeza fresca, serena; el filósofo sin sabiduría nos deja con los pies y el corazón fríos, y la cabeza caliente.
- El sabio es aquello que conoce; el filósofo sin sabiduría se aferra a aquello que dice conocer.
- El sabio pone su confianza en la visión; el filósofo sin sabiduría, en la razón.
[Al tiempo que leo estas diferencias, no puedo dejar de pensar en lo apropiadas que resultan también para distinguir una persona espiritual o mística de una persona “religiosa” que no ha experimentado lo que enseña].
La trampa inicial: el dualismo
La filosofía occidental ha caído en ese problema porque quedó atrapada en una trampa inicial: el dualismo. En cuanto reducimos el conocer a la razón (a la mente), es inevitable expresarse de este modo: “El Ser es aquello que «es»…; por lo tanto, este mundo fenoménico ha de ser distinto del Ser”. Con lo cual, la identificación con la mente desvirtuó (eliminó) la primera intuición de un Principio único. Por decirlo de un modo simple: la mente “rompe” o fractura el Ser; a partir de ahí, empezamos a ver necesariamente la realidad como si estuviera escindida.
Las consecuencias de esa escisión han sido decisivas, tanto en el campo filosófico como en el teológico: se ha pensado en un Ser escindido; se ha presentado a un Dios separado: en ambos casos, se trata de “objetos mentales”, a los que no podía aguardar otro futuro que su negación, en forma, respectivamente, de nihilismo y de ateísmo.
Lo que ocurrió fue, sencillamente, que la filosofía [y la teología] confundió la dualidad lógica, relativa a los conceptos, con una dualidad real. Por eso olvidó lo más evidente y directo: la íntima unidad de ser y devenir, de forma visible y esencia invisible, de apariencia y realidad.
En un libro que acabo de leer, el reconocido sociólogo Ulrich Beck trae un texto del filósofo japonés Nakamura que incide directamente en esta cuestión. Dice Nakamura: “Occidente es responsable de dos errores fundamentales. Uno, el monoteísmo –sólo hay un Dios-, y el otro, el principio aristotélico de contradicción (algo es A o no-A). En Asia, dice Nakamura, cualquier persona inteligente sabe que hay muchos dioses y que las cosas pueden ser tanto A como no-A” (U. BECK, El Dios personal. La individuación de la religión y el “espíritu” del cosmopolitismo, Paidós, Barcelona 2009, p. 72).
Cuando logramos trascender el dualismo, accedemos a una visión no-dual, en la que percibimos la interrelación de todo: en toda ella, se nos hace patente el Misterio que todo lo abraza y en todo se expresa.
Mónica lo expresa de una forma bellísima con estas palabras:
“El Tao [también podría decirse: el Misterio, el Ser, la Vida, Dios] es lo que vive en nosotros, lo que respira en nuestra respiración y pulsa en el rítmico fluir de nuestra sangre; aquello que ríe cuando reímos y danza cuando danzamos; lo que arde en nuestra ira y en nuestro deseo. Es lo que mira por nuestros ojos, piensa en nuestro pensamiento y nos inspira palabras cuando hablamos.
Es el vigor que late en la semilla, que asciende como savia y se celebra en el fruto y en la flor. Es la matemática armonía del cielo nocturno, de la estructura del cristal, de los arabescos del mundo subatómico, réplica analógica de las galaxias celestes. Es aquello que nos fascina en el andar alerta y grácil del tigre, en la creatividad y elegancia insuperables del color de los peces y del plumaje de las aves. Lo que une a estos peces y aves en bandadas. La voluntad única que los hace moverse y danzar al unísono, formando un solo cuerpo…
Es la hermandad invisible que nos permite adivinar lo que sintió algún hombre del pasado, y compartir el dolor que adivinamos en la mirada de otro ser humano o en la mirada afligida de un perro… Es la insólita belleza de la música y lo que se conmueve en aquél que la escucha. La misteriosa armonía que, enlazando lo más sutil y lo más grosero, permite que nuestro espíritu necesite de la materialidad del oído para sentir esa mística familiaridad. Lo que hace acordar el alma con lo que sólo son ondas sonoras…
Es la inteligencia ilimitada e insondable que todo lo rige y en todo se manifiesta. ¿Qué hay de abstracto o de “otro” en todo ello?” (p.92).
Lo cierto –y triste- es que las palabras “Dios” y “Ser” han sido tan desvirtuadas en nuestra cultura por una religión y una filosofía alejadas de la sabiduría, que es preciso acudir a términos o metáforas menos contaminadas y más vinculadas a nuestra experiencia directa. A ello nos puede ayudar la palabra «Vida».
No es posible escapar de la Vida. Nadie puede concebirla como algo “Otro”, distinto del mundo o de sí mismo. Somos la Vida. O, más propiamente, Ella nos es. Y la Vida es una constante celebración de sí misma.
La primera pregunta: ¿Quién soy yo?
¿Quién soy yo? Ésta es la primera pregunta que nos abre el camino para acceder a la verdad. Como dice la propia autora en el otro libro, antes mencionado, “la pregunta «¿Quién soy yo?» es la más oscura para una razón que sólo accede a lo que ella ilumina pero nunca a la fuente misma de la luz. Sin embargo, esta pregunta es el primer y último paso, pues el fondo del yo no equivale a un yo-clausurado, sino al espacio vacío y luminoso del Ser –anterior y englobante de la división sujeto/objeto- en el que todo es”.
Pues bien, la respuesta a esa cuestión nos conduce a tres niveles en la consideración del “yo” o “sí-mismo”:
- Yo universal: Tao, Logos, Ser, Vida, Conciencia, Sí-Mismo, Yo Soy, Dios… Es a quien se refería el Maestro Eckhart (siglo XIII-XIV) cuando escribía: “Quien se conoce a Sí mismo, conoce a todas las criaturas”.
- Yo particular, o sí mismo individual: No es esencialmente diverso del Yo universal, de modo análogo a como una ola no es distinta del océano. Nuestro cuerpo es una célula del cuerpo total del cosmos.
- Yo superficial o ego: Es el sentido del yo que resulta de la identificación exclusiva con aquello que hay de estrictamente particular en nosotros: nuestro cuerpo y nuestra mente. El yo superficial es la vivencia separada de nosotros mismos derivada de aquella identificación, que termina en confusión. La identificación con el yo superficial esmental, adoptando la forma de un pensamiento: “yo soy esto”, “yo soy aquello”, o “esto es mío”.
Esta distinción nos permite una aproximación más ajustada a la realidad. Nos hace ver, por ejemplo, que lo que a veces se entiende por autoestima es el enaltecimiento de nuestro yo superficial. Sin embargo, el camino que conduce a la verdadera autoestima consiste, paradójicamente, en el abandono de la identificación con toda imagen propia, sea ésta positiva o negativa. [Aunque sigue siendo cierto que necesitamos tener la doble sensación: la sensación de yo y la sensación de no-yo, y que únicamente un yo psicológicamente integrado o saneado podrá ser trascendido. Porque, como dijera Erich Fromm, “solamente el yo individual plenamente desarrollado puede desprenderse del ego”].
Pero esa misma distinción nos hace ver con claridad que, de lo que se trata, es de buscar sólo ser, no ser esto o aquello. Porque el único que busca ser “alguien” es el yo superficial. Lo más paradójico y triste es que el Yo profundo es el gran olvidado en todo este camino: eso es lo que nos produce dolor esencial.
Obstáculos y dificultades para entrar en contacto con el Yo universal
En cuanto superamos la identificación con nuestra mente –con el ego-, brota la confianza que nos dice: La Vida es más sabia que el yo superficial. Y es esa misma confianza en Sí Mismo la que nos va a poner en contacto con el Yo universal. Pero encontramos obstáculos y dificultades para llegar hasta ahí.
Por un lado, una religión mal entendida enseña que el espíritu propio es mal consejero y que la obediencia a una autoridad externa es garantía de andar en verdad. Es una pseudo-religiosidad disociada del “Sí Mismo”, en la que hasta la duda era pecado. En ella, los débiles y pacatos pasaban por virtuosos.
Por otro, el mismo proceso educativo parece no buscar sino que el alumno repita lo que los profesores enseñan. Lo que se consigue con ello es sólo un empacho de erudición y la asfixia de la capacidad para la visión directa.
Sin embargo, la confianza en Sí Mismo era, originariamente, el lema común a la filosofía y a la religión. La desviación tuvo lugar cuando se divorció el sí mismo (yo particular) del Sí Mismo (Yo universal), cuando se olvidó la raíz universal del yo. Desde ese momento, ya no se podía hallar dentro de sí la Fuente de la verdadera confianza.
La autoconfianza es sinónimo de humildad. El sabio no se aferra a ninguna teoría. Sabe que la realidad no es traducible a fórmulas o ideas. No pretende poseer la verdad ni cree que ésta se pueda poseer. Se apoya en su experiencia directa, se sustenta en la propia veracidad.
La sabiduría nos enseña que nuestro principal deber es la fidelidad a nosotros mismos…, reconociendo la hondura sagrada del Yo. Pero eso requiere una decisión: la de escuchar su voz por encima de todo, por encima de las voces que nos gritan de continuo y por encima también de los deseos superficiales. Una filosofía [teología o religión] que no se sustenta en esta escucha no es amor a la sabiduría, no es amor a la Realidad [a la Verdad de Dios], sino sólo un ejercicio, más o menos brillante, del yo superficial.
Pero las dificultades no terminan ahí. Las trampas de la mente hacen pie en un presupuesto incuestionado para gran parte de la filosofía, que diría lo siguiente: “Hay un mundo único, objetivo, que todos compartimos y habitamos; un universo independiente de nuestro pensamiento”. Es el principio en que se basa la llamada “filosofía ingenua”.
No es de extrañar que la principal aportación del pensamiento contemporáneo o postmoderno sea precisamente lacrítica de ese supuesto. No hay tal cosa como un mundo único, objetivo, indiscutible e independiente de nosotros. No puede haberlo ya que el hombre y el mundo son indisociables: dos polos de una única realidad.
Lo que llamamos «mundo» no es una realidad incuestionable e independiente de nosotros; es algo que construimos einterpretamos a partir de un número ingente de impactos informativos que recibimos a través de los sentidos.
Lo que ocurre es que cuando decimos “mesa” o “yo”, creemos conocer la naturaleza de aquello que así denominamos y, por eso mismo, sentimos tener cierto control sobre ello. [Imaginemos, desde esta perspectiva, lo que supone decir “Dios”: ¡la mente religiosa cae, tan fácil como inadvertidamente, en la trampa de pensar que, porque nombra a “Dios”, ya lo conoce o ya sabe a qué se está refiriendo!]. Lo cierto, sin embargo, es que el lenguaje y el pensamiento conceptual no nos proporcionan un conocimiento de las cosas en su intimidad, sino sólo un control funcional sobre las cosas: en un nivel pragmático, relativo, ésa es “nuestra realidad”, pero no todo termina ahí, sino que apunta a la Realidad más honda. “Cuando miras algo, ves la esencia de las cosas, pero te imaginas que ves una nube o un árbol” (Nisargadatta).
Hay una salida
Es posible alcanzar una experiencia y una visión no condicionadas de la realidad. Podemos abandonar esta “prisión” en la medida en que podemos descubrir y experimentar que nuestra identidad básica es más originaria que el yo superficial, e incluso que nuestra estructura psicofísica; más originaria que el nivel en el que se desenvuelve el pensamiento condicionado. Hay un conocimiento superior al pensamiento: la visión. Esta visión no es algo esotérico; estamos en contacto con ella de continuo. Es aquello por lo que podemos advertir que lo que ordinariamente entendemos por conocimiento está condicionado: lo que advierte el condicionamiento ha de estar en sí mismo des-condicionado. Ya nos hemos hecho conscientes de que una cosa es pensar, y otra ver.
El ser humano identificado con su yo superficial no está situado en su centro, en su Fondo real, sino en su mente, en el ámbito de sus ideas y creencias. Se ha enajenado de lo que realmente es [ésta será la mayor fuente de ignorancia y de sufrimiento] y se ha recluido en lo que cree ser. Deja de ser uno con el corazón de las cosas. Comienza a soñar.
Pero es posible despertar. Una de las indicaciones para lograrlo es ejercitarse en la actitud del “Testigo” [pasando, de ese modo, de ser “pensantes” a ser “observadores” de lo que pensamos o sentimos]. A partir de ahí, puedo observar todo sin identificarme con nada. En último término, somos la Presencia lúcida y autoconsciente. Sólo situándonos así, podemos experimentar el gozo de ser.
Una parábola de F. Nietzsche: El león, el camello y el niño, las tres transformaciones del espíritu
F. Nietzsche es otro remanso de filosofía perenne y uno de los hitos del pensamiento de Occidente. Crítico por excelencia de los prejuicios de los filósofos, con lucidez y penetración poco comunes, habló del “nuevo hombre” (“Éste es el verdadero sentido del término «Übermensch», traducido habitualmente por «súper-hombre», y que a tantas interpretaciones erradas se ha prestado”): un ser humano que, en contacto con su dimensión transpersonal, daría la auténtica medida de nuestra humanidad. Fue el profeta de la necesidad del salto, del acceso a un nuevo nivel de conciencia, de la superación del individuo que no reconoce su hondura sagrada. No quería “explicar”, sino inspirar. Y con ese objetivo presenta “las tres metamorfosis del espíritu”.
El camello representa al espíritu sufrido que necesita ser cargado; necesita que le digan qué es lo adecuado y lo inadecuado, lo que está bien y lo que está mal. No tolera la duda. Su carga preferida es el «yo debo». El camello tiene algo de niño: no quiere crecer. En todo su obrar parece estar proclamando: soy inocente. Al camello no le basta «ser». Quiere, ante todo, ser «alguien». Su supuesta bondad y docilidad carece de vigor y de belleza, porque sólo es bella la veracidad. El camello dice siempre «sí». Pero su «sí» no es valioso, porque no sabe decir «no»; es sólo expresión de su incapacidad para decir «no», para la emancipación. Soporta las cargas que otros –su dios, otros hombres, los valores reinantes- han puesto sobre sus espaldas.
El león puede aparecer en el paso siguiente cuando el espíritu no tolera la sumisión: ¡quiere conquistar la libertad y ser el señor de su propio destino!... Quiere luchar para conseguir la victoria sobre el gran dragón… «Debes» se llama el gran dragón, pero el espíritu del león dice: «¡quiero!». Formula un rotundo y sano «no» ante el deber. El león ha descubierto que, detrás del «debo», se oculta el «quiero», y no teme expresarlo abiertamente. No teme admitir que en último término está solo. No teme a la vida, no se teme a sí mismo. El león avanza solitario, no pertenece a ningún rebaño. (Con mucha frecuencia, el miedo a crecer esconde, de hecho, el miedo a la soledad).
Los camellos admiran secretamente al león, pero le recriminan su libertad y su soledad. Porque nadie puede tolerar en los demás lo que no se permite a sí mismo. El león, por su parte, advierte cómo le miran a distancia. Ya nadie acaricia su lomo. Pocos se le acercan. Y quienes se le acercan, tarde o temprano, le reprochan ser como es. Contempla la caravana –los camellos descansando en el oasis- y añora la seguridad que experimentaba entonces… Pero sus dudas duran poco. Aún recuerda que fue camello y, por encima de todo, no quiere volver a serlo.
Siente disgusto por el camello porque aún le recuerda demasiado a aquél que él mismo fue. Le desprecia secretamente porque aún desprecia su propia debilidad. Y ello es síntoma de que aún no es libre frente a ella. No la ha asumido y, por ello, no la ha vencido.
El niño nace tras una tercera transformación. El camello dice «sí» porque es incapaz de decir «no». El león dice «no»para alimentar su autonomía y liberarse del yugo del deber. El niño dice «sí»… porque sí. No busca demostrar nada con su«sí». No es un «sí» comparativo. El niño dice «sí» porque es uno con todo lo que es. Y por eso no puede querer nada que sea distinto de lo que es. El «sí» es la expresión de la aceptación máxima: es inocencia y olvido.
El camello es débil, teme el vigor. El león es fuerte, teme la debilidad. El niño está más allá de este dilema: no rechaza la debilidad, es vulnerable; y en su vulnerabilidad, en su falta de defensas, radica precisamente su fortaleza. Todo está bien. ¿Por qué rechazar una cosa frente a otra, si todo lo que es forma parte indisociable de la unidad de la vida? ¿Con qué medidas o criterios juzgar el todo, si el todo no deja nada fuera de sí?
El niño siempre juega. Durante el juego, ríe, se asusta, se excita, se aburre, puede que llore y se enfade… pero todo ello es gozoso y está bien, porque está jugando. En ningún momento el niño abandona el éxtasis del presente, porque el tiempo del juego es el ahora. El juego –y lo mismo cabría decir de la actividad creadora- es la única actividad que es su propia meta. La razón de ser del juego no es otra que el propio juego. En muchas tradiciones espirituales se dice que la actividad más elevada, la que compete al Ser, al Absoluto, es el juego. No puede ser de otro modo. El Tao, el Ser, no puede tener más justificación que Sí mismo; no puede subordinarse a una finalidad o a una meta diversa de Sí, puesto que Él es todo lo que es. La actividad del Supremo ha de ser “juego”, absoluta “creatividad”.
El sabio es aquél que ha vuelto a ser niño. El sabio y el niño sólo pueden jugar y crear: entregarse a cada experiencia –no hay juego sin pasión- sin perderse en ella –esa pasión no es alucinación, paranoia, porque el que juega sabe que juega-. El juego, la vida del sabio, es pasión desapegada. El sabio es el que ha abandonado la falsa seriedad de la existencia: los suspiros sacrificados del camello-mártir, el crispado sentido del honor del arrogante león. Es el que conoce, con Heráclito, el gran secreto: El Ser es un niño que juega.
Opuestos, polaridad y no-dualidad
Ya Heráclito (siglo VI a.C.) notó que todo es dual y obedece a una dinámica rítmica o bipolar: no puede haber luz sin sombras, alegría sin tristeza, bondad sin maldad…, vida sin muerte. Ahora bien, entre los dos términos o polos duales (bien-mal, luz-oscuridad, vida-muerte…), late una secreta unidad. Esa unidad se advierte incluso por el hecho de que dichos polos sólo pueden comprenderse en su referencia mutua. Es imposible separarlos. Lejos de ser mutuamente excluyentes, son interdependientes; hay, por lo tanto, una unidad secreta que los enlaza. Todo se manifiesta de modo dual y, a su vez, en su más profunda intimidad, todo es uno. A esa unidad latente que sustenta y reconcilia todas las dualidades, Heráclito la denominaba Logos o Zeus.
Nuestra percepción divide automáticamente lo que aparece en su campo en dos: fondo y figura. Lo que es fondo puede pasar a ser figura, y viceversa, pero nunca ambos se perciben a la vez ni cobran para la percepción idéntico protagonismo. (Hay un dibujo en el que se puede apreciar, bien una copa, bien el perfil de dos rostros frente a frente: en realidad, ambas figuras son una sola, constituyen una unidad. Pero nuestra percepción necesita dividir esa unidad en dos, y percibir las dos partes así escindidas de modo sucesivo, como si fueran mutuamente excluyentes. Si vemos dos rostros, no vemos la copa, y al revés. La percepción es sólo secuencial, nunca simultánea).
Nuestra conciencia ordinaria es una conciencia dual, divisora o bipolar. Nuestra mente no puede acceder al conocimiento de la realidad una y no dividida, sino que necesita dividir artificialmente lo unitario en fragmentos que luego contempla sucesiva y aditivamente. Nuestra mente conceptual divide todo en dos. Y al afirmar un término de la dualidad, nuestra mente excluye necesariamente a su contrario.
Estamos convencidos –particularmente en Occidente- de que lo que es “A” es “A” y no puede ser “B”. Nos cuesta aceptar que –como afirmaba Hermes Trimegisto- “todas las verdades son medias verdades” y “todas las paradojas pueden ser reconciliadas”. Nuestro problema es que hemos hecho de la razón, del pensamiento lógico y conceptual, el eje y la medida de la realidad. Porque hemos olvidado a Heráclito y hemos entronizado a Aristóteles. La línea establecida por Aristóteles queda resumida en su “principio de no-contradicción”, al que considera el principio de todos los principios. Para él, este principio no expresa no sólo una ley del pensamiento lógico (lo cual Heráclito admitiría, pues efectivamente nuestra mente conceptual no puede pensar a la vez que algo es y no es), sino una ley de la realidad misma. En la realidad, según Aristóteles, lo que es “A” no puede ser “no-A”. De ese modo, donde los más antiguos –los filósofos presocráticos, entre ellos- veían una danza de opuestos, Aristóteles ve una lucha.
Sin embargo, la Vida no obedece al “principio de contradicción”. Cada aspecto de la realidad contiene dentro de sí su opuesto. Por tanto, la lógica es apta para la comprensión de las verdades superficiales, pero no para la comprensión de las verdades profundas, para la comprensión de la Vida misma. Como dijera Niels Bohr, uno de los padres de la física cuántica, “una verdad superficial es un enunciado cuyo opuesto es falso. Una verdad profunda es un enunciado cuyo opuesto es otra verdad profunda”. La confusión de las leyes del pensamiento con las de la realidad ha sido la forma de pensar que ha triunfado en Occidente y la que, en gran medida, ha sellado su destino.
Si miramos bien, veremos que esos vaivenes bipolares son sólo la manifestación gradual, sucesiva, de una realidad única. La mano que sostiene el péndulo posibilita y sostiene su vaivén, pero la mano en sí misma no participa de dicha oscilación. La expresión No-dualidad se refiere a aquella Realidad primera que aúna y sustenta las dualidades sin formar parte de ninguna de ellas. Es una especie de tercer término que no está en el nivel de lo dual. Y es gracias a este tercer término como lo que es “dos” puede ser “dos”. La no-dualidad es el fundamento de la dualidad, su esencia y unidad secreta.
El bien que se opone al mal no es el verdadero Bien, la verdad que se opone a la mentira no es la Verdad, etc.
Desde esta perspectiva de la no-dualidad, podemos entender la sabiduría que se encierra en esta afirmación del Maestro Eckhart: “Quien se alegra en el tiempo, no se alegrará todo el tiempo… Quien se alegra por encima del tiempo y fuera del tiempo, éste se alegra todo el tiempo”.
Es cierto que no podemos situarnos fuera de la realidad, pero tenemos una opción: la de ser conscientemente uno con ella; la de aceptar que el mundo sea como es; la de reconciliarse con el misterio que lo penetra y envuelve; la de rendirseante el hecho evidente de que todo, sencillamente, es.
El que así lo hace, admite que hay demasiadas cosas que no entiende, que le duelen, que le confunden o le repugnan. Pero, por un momento, decide acallar los juicios. Sabe que la estrechez de su mente y su propia limitación no son el instrumento apto para medir el misterio insondable del mundo. Y en este acto de plena aceptación, experimenta, sorprendido, que le invade una gozosa certeza: la de que, básicamente, “todo está bien”. Y, en ese mismo acto, descubre que eso no es fatalismo ni resignación, sino Sabiduría. Se le revela un Bien que es independiente de sus valoraciones, un Bien no-dual. En este momento, deja de habitar “su” mundo y pasa a ser habitante del único mundo. Despierta del sueño, que tomaba por vigilia. Habrá descubierto que toda cosa o hecho particular es sólo expresión y símbolo del Fondo o Plenitud secreta del que todo brota.
Conclusión
La filosofía desvirtuada ocupó el lugar de la sabiduría, pero nadie pareció advertir la usurpación. Los que seguían buscando sabiduría caían, en virtud de ese equívoco, en el laberinto estéril del pensamiento especulativo o, frustrados, desembocaban en los cauces acríticos de una dudosa religión. Otros, no satisfechos con ninguna de estas dos vías, no tuvieron más opción que la de buscar esa sabiduría adentrándose en paisajes alternativos, ajenos a los oficiales, lo que hizo que ésta adquiriera, injustamente, un aura secretista o exotérica.
No hay verdadera filosofía sin “despertar” a la verdadera identidad, a la Conciencia de lo que somos y es. Se aúna así, de forma indisociable, conocimiento, experiencia directa, transformación personal y liberación interior. Dicho de otro modo: el compromiso con la verdad pasa por el compromiso con la propia veracidad; cuando no es así, el conocimiento filosófico no sólo es estéril, sino falaz.
Por eso, toda esta experiencia sólo es comprensible a través de una comprensión de nosotros mismos, ahondando en las raíces de nuestra identidad. “A todos los hombres les está concedido ser sabios”, decía el sabio Heráclito. Dentro de cada uno de nosotros –siempre que estemos profundamente interesados en la verdad- podemos hallar la guía y el refugio, la luz.
Teruel, 1 junio 2009
Mónica Cavallé